... y cuando la imaginación da cuerpo a cosas desconocidas, su pluma las convierte en formas, y de la nada aérea sale un lugar de habitación y hasta un nombre.
William Shakespeare, Sueño de una noche de verano
Introducción
«Estamos en una misión / se nos llama a configurar la Tierra», escribía el poeta Novalis. Pareciera que las artes, históricamente, hayan asumido esa misión de constituir proyectos imaginativos que, más allá de la representación, erigen interrogantes sobre nuestra descripción, inscripción o relación con la vida y el mundo que habitamos, así como una instancia a la reflexión y la actuación en su presente. No obstante, ¿a quién apela Novalis en su invitación a «configurar la Tierra»? ¿A qué o quiénes abarca el Nos que posa su mirada sobre el mundo? ¿Y si abarcara otros agentes y formas de vida que hemos situado más allá de lo humano, y que despliegan su existencia en el dominio de lo tecnológico, lo animal, lo vegetal, lo sistémico...? Teniendo en cuenta el entramado sociotécnico del que formamos parte, ¿puede la tecnología abrir el camino para una mirada y una forma de ser y estar en el planeta que transciendan lo estrictamente humano, y elaboren relaciones necesarias para la mutua supervivencia?
Estos interrogantes nos interpelan como investigadores, pero también como actantes y participantes en el devenir de un mundo que parece tambalearse ante el amanecer de acontecimientos como la globalización, el capitalismo o la emergencia climática. A la luz de esto, y teniendo en cuenta la amplitud de un tema que se va revelando cada vez más actual y urgente en los últimos años, procedemos aquí a realizar una selección de contribuciones que algunos autores han hecho en este sentido, tanto desde el ámbito del pensamiento como señalando proyectos artísticos que han inscrito esta urgencia en sus procesos y discurso. Reflexionaremos, en esta propuesta, sobre cómo los dispositivos tecnológicos cuestionan y desplazan nuestra mirada, sea por darnos acceso a miradas no humanas, sea por incidir en las múltiples maneras en las que la mirada humana ha permeado y determinado la configuración del mundo (Kohn 2021: 21).
De qué hablamos cuando hablamos de antropocentrismo y Antropoceno
Se hace quizá necesario comenzar con una introducción conceptual a términos tan actuales en los debates contemporáneos como antropocentrismo y Antropoceno: ambos conceptos, de raíz griega anthrōpo (de significado Hombre), señalan la preminencia con la que el Hombre ha sido investido en su capacidad de crear y explotar el mundo, frente a los seres y entidades que (si bien en estrecha coexistencia) han sido dibujados como alteridades en oposición. Hablar del Hombre, con mayúsculas, nos remite a la imagen del Hombre de Vitruvio diseñada por Leonardo entre 1485 y 1490; la figura por antonomasia del celebrado humanismo del Renacimiento y la posterior Modernidad, que encarnaba no solo la posición del hombre en el mundo, sino que la interpelaba como una máquina generativa de arte, ciencia, tecnología, genio o progreso (Haraway 2008: 7). Un hombre que, para Foucault, es una invención reciente: comienza a existir cuando se convierte en objeto de conocimiento, en «pliegue del saber» (1968: 8-9). En este sentido, las ciencias humanas, conformadas y destinadas para el conocimiento del hombre, podrían ser también responsables de su desaparición: al promover su individualización, su normalización respecto a un ideal de sujeto, ejercerán también «sujeción» sobre él (Bárcenas Monroy 2007: 34).
Esta preminencia del hombre será abordada por Schaeffer en su «Tesis de la Excepcionalidad Humana»: la idea de que, por su dimensión ontológica, el ser humano está lógicamente situado por encima de las demás especies y criaturas y, por tanto, se delega en él la toma de decisiones y la responsabilidad de velar por las mismas (y, en consecuencia, la posibilidad de dominarlas). Alrededor de esta tesis, Schaeffer (2009: 14) traza las siguientes premisas:
- El hombre es un «sujeto», radicalmente autónomo y fundador de su propio ser.
- El hombre tiene su lugar de la trascendencia en lo social (es decir, es «no natural», incluso «antinatural»: la vida «biológica» es un mero sustrato para la humanidad, y no tiene que ver con su identidad propia.
- La «cultura» (es decir, la creación de sistemas simbólicos) constituye la identidad propiamente humana del ser humano, y la trascendencia cultural se opone, a la vez, a la «naturaleza» y a lo «social».
Asimismo, otros aspectos (la materialidad, el instinto) serán relegados del ámbito de lo humano y ligados a lo no-humano o lo menos-humano (lo racial, lo animal, lo femenino), produciéndose así su definición como alteridad. Lo humano queda asimilado al Hombre (emanación de un tipo concreto y culturalmente sexuado de ser humano) como centro y medida paradigmática del mundo, algo que se ha visto sistemáticamente plasmado en las artes, la ciencia, el pensamiento... y que ha marcado una suerte de exclusiones respecto a él. Latour se refiere a esto como «las Grandes Divisiones» (Latour 2007: 144-145) (naturaleza/cultura, humano/no humano), y señala el inicio del conflicto en la consideración de que el hombre se encuentra en relación con el mundo, en lugar de concebirse ambos (ser humano y mundo), como inextricables y definibles sólo en función del otro (Latour 2007: 148). Así, lo humano se habría definido por oposición a una suerte de grandes Otros que van desde otros colectivos (mujeres, indígenas...) hacia la alteridad de lo animal, lo material, lo tecnológico o lo divino.
Con el advenimiento de la contemporaneidad sobrevendrán diversas corrientes de pensamiento que cuestionan esta contraposición de lo Humano a la alteridad. Entre ellas, el pensamiento de Freud, que habla de «heridas históricas» para referirse a aquellos giros epistémicos que han infligido una herida al sujeto humano en tanto que descentrándolo de sus fantasías de excepcionalismo: la herida copernicana (que desplaza la Tierra del centro del cosmos), la herida darwiniana (que recoloca al Homo sapiens en un mundo de múltiples criaturas, unidas por la voluntad de supervivencia y una relación evolutiva) y la herida freudiana (que invalida o atempera la primacía de la consciencia humana y la razón, fundamento de su primacía, mediante el inconsciente) (cit. en Haraway 2008: 11-12). A estas heridas históricas, Haraway agrega la herida informática o cyborgiana, en un intento de suturar la división entre lo orgánico y lo tecnológico, otra de las grandes brechas epistemológicas. La fragmentación dicotómica de la realidad acusa todavía una herencia cartesiana que separó «el reino simbólico de significados humanos y el reino sin significado de los objetos» (Kohn 2021: 22), y que pervive todavía en nuestra forma de sentir, entender, organizar y mirar el mundo. Esta fragmentación, no obstante, ha intentado ser subsanada desde el pensamiento de autoras como Donna Haraway, la teoría Actor-Red de Bruno Latour o varias corrientes posthumanistas que, sin asumir estas presuntas separaciones, discrepan del excepcionalismo humano y deconstruyen nuestro posicionamiento diferencial sobre otras criaturas (Barad 2007: 136).
Por otra parte, el Antropoceno (concepto acuñado por el científico Paul Crutzen en el año 2000 y popularizado desde entonces) designaría una presunta nueva era geológica, protagonizada por la incidencia del ser humano sobre el planeta mediante acciones de gran impacto ambiental: uso de combustibles fósiles, producción excesiva y casi indestructible de plásticos...1 Resulta revelador que un concepto referido a la geología se haya transferido a las contribuciones académicas de otros campos no afines, a menudo con el propósito de reinstaurar al ser humano de su estado de excepcionalidad a un estado de coexistencia con los otros seres y entornos, ante la alerta de las catástrofes por venir. El propósito, en palabras de Viveiros de Castro (cit. en Kohn 2021: 30), sería lograr la «descolonización permanente del pensamiento» y la apertura hacia una relacionalidad no estructurada a partir del lenguaje y las proyecciones de los seres humanos. Pensar el Antropoceno exigiría, así, poner en jaque las dicotomías sujeto/objeto y todos los binarismos derivados de la presunción de excepcionalidad humana; incurriendo en lo que podríamos denominar «giro hacia lo no humano» (Grusin 2015).
La teoría de los afectos, el realismo especulativo, la ontología orientada a objetos, los nuevos materialismos… serán algunas de estas corrientes encaminadas a aligerar el «lastre conceptual» de la excepcionalidad y a poner de relieve esos «fenómenos extraños» que, como conceptos y herramientas, podrían ser cultivados y movilizados para interpelarnos (Kohn 2021: 31). Un sustrato común en todas ellas es la desestabilización de las naturalezas consideradas inmutables para proponer nuevas formas de ser y estar en el mundo, lo que conllevaría repensar la materialidad, la agencia o la temporalidad. Así, las heridas epistemológicas abiertas en el Antropos requerirán remedios que invoquen, entre otros aspectos, lo animal, lo afectivo, lo matérico, lo tecnológico.
1. Mirar desde el Antropos: ver, vigilar, dominar
Pese a que podríamos considerar lo visual como un simple proceso óptico, diferenciado de su dimensión social o «visualidad», desde los Estudios visuales se ha defendido su profunda imbricación: la visión es social e histórica, y la visualidad implica tanto aspectos corporales como psíquicos (Foster 1988: ix). Esta construcción de la visualidad, analizada de forma extensiva por autores como Martin Jay (2007) o Jonathan Crary (2007), no sucede de forma estanca y ajena a otros procesos de mediación como la económica, social, cultural o técnica. Los problemas de la visión han implicado, e implican, al cuerpo y al funcionamiento del poder social (Crary 2007: 17); es por ello que el pensamiento sobre la mirada no se ha desarrollado al margen del pensamiento sobre el sujeto moderno, estando en estrecha relación la historia del ser, el ver y el ser-visto. De este modo, Zafra (2015: 38-40) vincula antropocentrismo, logocentrismo y «ocularcentrismo», señalando cómo Occidente ha privilegiado la visión frente a otros sentidos como modo hegemónico de acceso al poder y al conocimiento. En tanto que considerada valedora de realidad, la visión asistió al establecimiento de jerarquías de poder y subordinación; un «ocularcentrismo» alimentado mediante las máquinas del desarrollo tecnológico, que permiten «ver adentro y afuera; lo profundo y lo exterior; desde muy arriba de las cosas y desde su periferia, incluso lo que está fuera del marco» (Zafra 2015: 41).
La visión es, por tanto, una potencia de control que puede ser ambivalentemente ejercida; una potencia materializada de forma evidente en el recurso a la vista aérea (presente en obras tan influyentes como El triunfo de la voluntad, de Leni Riefenstahl). A vista de pájaro, el mundo habitado y habitable (conjunto vivo de deseos, tensiones y acciones) se convierte en territorio susceptible de ser poseído, manipulado, ocupado, salvado; «mirar desde afuera y desde arriba», suscribe Fernández Mallo (2021: 22), «implica posicionarse, medir y calcular el mundo». El gesto de mirar se asemeja a un gesto de posible dominio, en tanto que es capaz de activar deseo, violencia, posesión (Elkins 1996: 45). El más reciente testigo de este apetito adquiere la forma del dron:
El dron, blanqueamiento pues de la más efectiva máquina de guerra: el miedo que es encarnado en monstruo, el miedo que es encarnado en la pupila que, flotante, puede posicionarse en lugares no accesibles al ojo humano –una quinta pared– y vernos. Pero si el dron nos mira también nos vigila. Y si nos vigila, como enseguida veremos, también nos satisface (Fernández Mallo 2021: 70).
Proyectos como Dronestagram, de James Bridle2 dan cuenta de la ambivalencia del dron en tanto que objeto de observación, pero también de amenaza. En este proyecto, Bridle recopila capturas tomadas por Google Maps en lugares como Yemen y Afganistán; vistas aéreas de lugares cuyo denominador común es haber sido objetivo de un ataque militar con drones. Dronestagram nos invita a pensar sobre el pulso entre lo visible y lo invisible que tiene lugar en dispositivos como el dron: su capacidad de ampliar nuestro campo de visión y transitar espacios inéditos origina, no obstante, un distanciamiento de lo observado. El apego por la custodia visual del territorio se traduce en un desapego hacia quienes lo habitan cuando el conocimiento del territorio va ligado a la fantasía de su control. En palabras de Morton (2010: 96):
La vista de pájaro escoge la Tierra de entre todos los lugares en el universo -no hay nada como el hogar. Esta vista está lejos de ser neutral -o peor, es esta misma neutralidad la que forma parte de su maldad. La decisión de cuidar a todos los seres vivos es una confesión de maldad.
Así pues, en la unidad simbólica de la mirada que propicia el establecimiento del marco visual, el espectador se erige como soberano del mundo en el dominio de su percepción (Belting 2007: 55). El Yo-Ojo3 es un dispositivo que fetichiza lo que ve, evidenciando el deseo de dominio subyacente en el uso de la tecnología, «el ojo de un propietario de esclavos que mira sobre su plantación o un general que escudriña el campo de batalla» (Zylinska 2017: 13).
También con la elevación de la mirada juega iEarth, de Joanna Zylinska (2014), una serie de fotografías tomadas de dioramas infantiles que, procesadas digitalmente y convertidas a formato GIF, evocan las vistas del territorio obtenidas por satélite, sugiriéndonos la composición tecnológica de toda naturaleza al ser captada, modelada, conservada (Zylinska 2017: 52). También en La fragilidad de habitar (2019), Eduardo Balanza recurre a vistas aéreas para ilustrar los asentamientos de viviendas de trabajadores migrantes del sector agrícola4. En esta obra fílmica, la mirada recorre un territorio asimilado por el aparato industrial de producción y consumo, trasladándose sus materiales y dinámicas a la habitación del espacio. Los desechos y materiales de aprovechamiento que componen las viviendas evocan un paisaje extrañado, postapocalíptico, semejante a un entorno ficticio, que, no obstante, es muy real. La precariedad invisible que fundamenta el sistema se hace visible, aunque hay que agudizar la mirada para percibir y comprender las texturas, los materiales y las formas, y las vidas de las que son indicio. Ver más puede ser, paradójicamente, ver peor. Aumentar el campo de acción de nuestra mirada puede empequeñecer aquello que miramos, hacerlo indistinguible y, por tanto, pasar desapercibido ante nuestra atención; emborronar la frontera entre «información» y «ruido», en palabras de Morton (2010: 30):
Hemos ganado Google Earth pero hemos perdido el mundo. El "mundo" significa una localización, un fondo contra el cual nuestras acciones se vuelven significativas. Pero en una situación en la que todo es potencialmente significativo, estamos perdidos.
También la vista desde arriba propone una mirada crítica en Sun and Sea (Marina), de Lina Lapelyte, Vaiva Grainyte y Rugile Barzdziukaite, obra presentada en el pabellón de Lituania de la Bienal de Venecia en 20195. Marina consistía en una ópera escenificada como una falsa playa interior, en las que 24 artistas realizaban actividades propias de playa al son de un libreto que abordaba el deterioro de la Tierra a causa del impacto del cambio climático, la contaminación de los océanos y otros fenómenos ambientales. Sun and Sea (Marina) emplea la contemplación para proponer un margen de disenso: salir de uno mismo, extender el campo de visión, no con el propósito de abarcar más para fines bélicos, productivos o de dominación, sino con la perspectiva de vislumbrar mejor la huella antropocén(tr)ica sobre la Tierra. Al adoptar la posición del sol sobre la Tierra que habitamos y marcamos, al renunciar al «lenguaje de la pequeñez y la restricción», tiene lugar un desplazamiento del punto de vista que, por abandonar el uno mismo, constituye el principio de la ética y la política (Morton 2010: 14).
La ampliación de la visión, en tanto que ligada a las entidades corporativas y gubernamentales que conforman los dispositivos técnicos que la permiten (Google, NASA, SpaceX, ESA...), pareciera ya comprometida desde su concepción con una mirada específica, sujeta a determinados objetivos y funciones. Cada dispositivo fraguará múltiples, parciales, posibles imágenes y dimensiones del mundo, que nuestra mirada interpelará al entrar en relación con él. Del mismo modo, la creciente posibilidad de ver más y de múltiples maneras se ve acompañada de la también creciente amenaza de ser más y mejor vistos; así, la línea entre la mirada y la vigilancia parece borrarse por momentos, siendo ambos actos dos caras de la misma fundación constitutiva del ser6. No obstante, cierto margen para la subversión de dichos dispositivos se adivina en obras realizadas a partir de la herramienta Google Earth, con la que varios artistas han jugado para proponer visiones alternativas del territorio. Así, Fontcuberta (2016) alude a la obra de Joachim Schmid, quien usa esta herramienta para recopilar imágenes de campos de fútbol del Sur global; o la de Mishka Henner, quien recoge una colección de parajes censurados al ojo humano, cuya imagen censurada resulta incluso estéticamente sugerente.
Las funciones integradas en las herramientas como Google Earth o Google Maps (la posibilidad de acercar y alejar la imagen, de modificar el ángulo de visión, de monitorizar trayectorias...) dan pistas sobre su naturaleza no sólo como ejecutoras del acto de mirar, sino también del acto de apuntar a un objetivo, como si de un arma se tratasen. En ellas se inscribe una dialéctica de vigilancia y de ocultación que numerosos críticos han achacado, quizá no desacertadamente, a la vigilancia masiva (Morton 2010: 25). En la reflexión sobre este tema se sitúan obras como Stolen Images (2011) de Juliet Ferguson, creadas a partir de imágenes captadas por sistemas de CCTV a las que la artista accede con la pretensión de «ver a través de los ojos que todo lo ven» (Zylinska 2017: 68). En este proyecto, Ferguson sugiere la posibilidad de reapropiarse de la vigilancia, recuperando el potencial que estas imágenes tienen para constituirse como fotografías en sí mismas, creadas y potencialmente bellas en cuanto desprovistas de su finalidad original (Zylinska 2017: 69). Una cierta emancipación factible en la constatación del componente no humano de toda imagen, y más concretamente, de la imagen fotográfica, como procedemos a desarrollar a continuación.
1.1. La fotografía como imagen no humana
Las propias tecnologías diseñadas y perfeccionadas por el ser humano se verán marcadas, frecuentemente, por la irrupción de aspectos no humanos en sus procesos. Es el caso de la fotografía que, aun significándose como invención humana (y alineándose con propósitos y necesidades humanas que han configurado el desarrollo de sus automatismos), se ha señalado por la implicación de elementos no humanos en su proceso, algunos de ellos determinantes para su existencia (como la luz). Para Zylinska (2017: 2), incluso las imágenes pensadas y ejecutadas por el autor humano involucran elementos no humanos, en tanto que el registro se ve interferido por lo que denomina «algoritmos técnicos y culturales» que, programados e inscritos ya a menudo en el dispositivo, manipulan o redirigen la imagen. Así, frente a la fotografía como algo pensado y sujeto a las finalidades humanas, emergen las perspectivas que la abordan como medio múltiple y diversamente intervenido por aspectos naturales, técnicos y culturales.
El debate sobre la participación de los aspectos no humanos está presente desde el albor de la fotografía, ya desde la icónica fotografía Vista desde la ventana en Le Gras (1826-1827), de Joseph Nicéphore Niépce. La fotografía de Niépce venía a consagrar y materializar el entusiasmo con el que varios científicos (entre ellos, Louis Daguerre o Hippolyte Bayard) habían acometido la misión de conseguir «fijar» la imagen; la fotografía no sería tanto el producto del genio individual sino de la larga historia de un «deseo ardiente» (Batchen 1997) materializado en múltiples intentos, lugares y momentos. Un deseo que incorporaba la acción no humana, por la intervención clave de la luz y su tiempo de exposición, y que no en vano fue metaforizado como «lápiz de la Naturaleza» por Talbot en 1844 (Talbot 2019). El resultado no era tanto la creación sino la revelación de la imagen en tanto que interacción entre luz, materia y tiempo; la mirada humana apenas era el punto de partida que habría impulsado el sucesivo desarrollo de «máquinas de ver» que también implicarían aspectos no humanos. Asimismo, el ser humano también topa con los límites del propio aparato fotográfico que, hasta cierto punto, desafía su intencionalidad y autonomía al instarlo a actuar en el marco de un «programa» (Flusser 1990: 27). La cámara reclama así su propia mirada sobre la imagen, siendo la imagen capturada una suerte de relación de su mirada con la del fotógrafo (Belting 2007: 276).
En los aspectos no humanos que emanan del propio proceso fotográfico podemos avistar, además, un potencial único para el desarrollo de la conciencia ecológica, no sólo por las capacidades representativas de la imagen, sino por el carácter profundamente geológico de la fotografía. Las propias palabras que se derivan del proceso –sensibilidad, revelado–indican una especial interacción vital y material de estas imágenes con aquello que alumbra su existencia. La fotografía apunta, así, un carácter mediático, y como tal, establece un cierto paralelismo con el pensamiento geológico que, en términos de Parikka, «percibe la Tierra como un medio», salpicado de «registros» e «índices» fósiles (cit. en Zylinska 2017: 108). En consecuencia, pensar la fotografía conlleva irremediablemente pensar el Antropoceno, huella humana sobre un medio (la Tierra) en el que la luz ejerce similarmente de marcador temporal (Zylinska 2017: 95). De hecho, la fotografía dejará un rastro literal y material en el planeta, al dejar tras de sí una estela de cámaras y otros detritus (carretes, baterías) que, masivamente desechados, trazarán su particular legado en el Antropoceno.
2. Propuestas para sortear al Antropos desde las prácticas artísticas
Las artes podrían desempeñar un rol crucial en la evocación de actitudes post-antropocéntricas hacia el mundo que implicaran nuestros afectos, hábitos y comportamientos. Podríamos incluso intuir una dimensión posthumana presente en las mismas humanidades, en las que el hombre no es poseedor más que de «la capacidad reflexiva de leer su propio, infundado y completamente flexible, devenir» (Colebrook 2014: 161). Desde esa posición se han propuesto vías de creación y pensamiento, cuyos síntomas se remontan a décadas atrás. Uno de estos síntomas podría ubicarse en el land art, arte inscrito, modificado o intervenido por el propio paisaje, el entorno, los elementos atmosféricos... participando estos aspectos en el curso y devenir de la obra. El artista cede a un agente-otro irrumpir en la génesis y el destino de la obra; un agente cuya acción y temporalidad a menudo trascienden las del mismo autor. También desde el bioarte se han producido atisbos de sortear el antropocentrismo, en tanto que algunas de sus prácticas exigen la apertura del sujeto-artista a las potencialidades de otros seres cuya entidad interviene y determina la obra resultante (aunque planteando la pertinencia ética de la utilización de seres sintientes en estos proyectos). Muy interesante, a este respecto, es el trabajo de Paula Bruna, quien en su proyecto Plantoceno (iniciado en 2017) realiza un camino inverso desde el enfoque antropocéntrico hacia el mundo vegetal. Desde su inicial propósito de vestirse de plantas a medida de su cuerpo, se irá abriendo a otras interacciones con ellas que implicarán dejarlas ser por sí mismas, generar sus ecosistemas propios, atraer a ellos a otras criaturas vivientes; en suma, renunciar a la hegemonía humana que ha contaminado, condicionado e intervenido el devenir de otros reinos y especies.
También podemos identificar ciertos impulsos más allá de lo humano en el arte que ha recurrido a la tecnología, especialmente el que la incorpora para cuestionar la construcción del cuerpo como soporte unitario, biológico e identitario del ser humano, proponiendo fórmulas para remediar su obsolescencia, retar o amplificar sus capacidades. Artistas como Stelarc han sido claves al recurrir al arte para la intervención, manipulación y reformulación de lo humano, poniéndolo en diálogo con una técnica de la que nunca llegó a desvincularse: humanidad y técnica han sido coexistentes. En palabras de Latour (2007: 101):
... los objetos científicos circulan como sujetos, objetos y discursos a la vez. Las redes están llenas de ser. En cuanto a las máquinas, están cargadas de sujetos y de colectivos. ¿Cómo el ente podría perder su rotura, su diferencia, su inacabamiento, su marca?
Lo técnico queda profundamente imbricado en el ser; lo humano sería «parte de un conjunto complejo de percepción en el que varios agentes orgánicos y maquínicos se juntan –y separan– por razones funcionales, políticas o estéticas» (Zylinska 2017: 14). Yendo incluso más allá, podríamos considerar nuestras reacciones corporales y sensoriales como una suerte de «algoritmo» de ADN, hormonas y otras sustancias químicas responsables de empujar al cuerpo a actuar de cierta manera, en lugar de ser resultado de una deliberación ética sobre el bien y el valor de la vida humana (Zylinska 2020: 91). Desde este punto de vista, los seres humanos se formarían desde la tecnología y a través de la relación con ella, partiendo de los algoritmos genéticos y culturales que los conforman (Zylinska 2020: 27). Teniendo en cuenta estos horizontes, proponemos aquí algunos lugares de práctica artística que podrían motivar un desplazamiento hacia miradas no antropocéntricas que interpelen la cualidad misma de lo humano.
2.1. Códigos que miran
La discusión sobre lo humano/técnico cobra una importancia capital a la hora de abordar la cuestión del arte creado o intervenido por la IA. ¿Qué miradas reproducen las máquinas? ¿Se desprenden de la visión humana? Y, si lo hacen, ¿es por la tecnología o a pesar de ella?
El proyecto The Next Rembrandt (2016), llevado a cabo por Microsoft en colaboración con diversas instituciones, fue uno de los proyectos de simulación artística creados a partir de las IA que motivaron la discusión sobre los parámetros convencionalmente aceptados de autoría, originalidad, experiencia y gusto en el ámbito del arte. Si lo que antaño se atribuía al genio individual es susceptible de ser replicado por un código de computadora, apuntaron desde el New Scientist (2017), quizá debamos inferir que existe algo de maquínico en la propia creación artística (cit. en Zylinska 2020: 52). Este pensamiento sigue la estrecha relación que los humanos mantienen con los aparatos (Flusser 2011: 74); aparatos que, en la contemporaneidad, se materializan no tanto en la idea tradicional de herramienta, sino en una infraestructura que ampara la máquina, su software y sus operaciones de transformación tanto simbólicas como materiales (Zylinska 2020: 52). Esta cuestión trascenderá las disciplinas artísticas y comienza a ser integrada en los medios de masas, convirtiéndose en un agente activo en la configuración de los gustos, la regulación de los mercados y la definición de la visualidad mainstream. De esta manera, las IA pondrían de relieve no sólo la posibilidad de la reproductibilidad mecánica de la obra ya descrita por Benjamin, sino la posibilidad de su producción algorítmica (Zylinska 2020: 69).
Similares interrogantes han originado proyectos fotográficos como So Like You de Erika Scourti, desarrollado para la Bienal de Fotografía de Brighton (2014). Partiendo de una fotografía inicial, Scourti utiliza la herramienta Búsqueda por imagen de Google para trazar patrones visuales con fotografías ajenas, que actúan como «réplica del código cultural (así como genético)» de su propia vida (Zylinska 2017: 35). Rastreando las afinidades visuales y estéticas que uniformizan las vidas humanas (con las que ya trabajaron artistas como Christian Boltanski), Scourti compone una suerte de álbum familiar que interpela nuestra percepción sobre la unicidad de la historia personal, interrogándonos asimismo sobre el alcance que el aparato (tecnológico, pero también biológico y cultural) ejerce sobre el gesto fotográfico y afectivo que la genera. Proyectos como los de Scourti, además, evidencian la traslación del valor de la imagen de su contenido a su potencial de «legibilidad» y generación de datos, cuya finalidad última sería su codificación para identificar audiencias potenciales, patrones de consumo u otras normas; el valor de la fotografía se traslada, en consecuencia, de la especificidad a la relacionalidad (Sluis 2016: 285).
El valor de las fotografías se inscribe, además, en las condiciones del sistema-red que las aloja y difunde, dando lugar a varios proyectos que interpelan y desafían dicho sistema. Shapeshifting AI o Shadow Glass, del colectivo feminista interseccional voidLab, son un ejemplo de esta contestación. Pensadas como parte de la exposición Feminist Climate Change: Beyond the Binary, las instalaciones de voidLab generan entornos inquietantes en los que interactúan la voz humana, el sonido de ambiente y animaciones en 3D, para señalar la forma en la que los algoritmos reproducen formas de opresión y alterización (Zylinska 2020: 46). El discurso de esta obra remite a trabajos como el de Safiya Noble cuyo libro Algorithms of Oppression (2018) rastrea las prácticas discriminatorias presentes en la elaboración de algoritmos o bases de datos, que, amparándose en la presunción de «objetividad» de la computación, aún reproducen sesgos de raza, género y clase.
La potencia opresiva de la computación también se sugiere en proyectos como It Began as a Military Experiment (2017), de Trevor Paglen. En este proyecto, el artista trabaja a partir de fotografías extraídas de la base de datos FERET, fotografías de individuos reales recopiladas a instancias de la DARPA (Agencia de Proyectos de Investigación Avanzados de Defensa) para entrenar algoritmos de reconocimiento facial. Estos algoritmos, encaminados a estudiar cada vez más exhaustivamente el rostro humano, son también capaces de extraer los puntos clave para su reconocimiento. Corporativamente poseídos, colectivamente alimentados, los algoritmos nos preguntan diariamente quién mira desde las presuntas Inteligencias Artificiales, qué componentes humanos han logrado infiltrarse en sus códigos, y con qué finalidad. Una duda legítima que nos recuerda el historial de vigilancia de la fotografía, capaz de crear un «régimen de máquina inorgánica» en el que su función no es ya la representación del sujeto capaz de mirar, sino su petrificación como función del Estado (Tagg 2009: 25-29). Esta alianza (fotografía y control) no resulta inédita: dan cuenta de ella el sistema antropométrico de Bertillon, o los proyectos fotográficos consagrados a visiones esencialistas y, en ocasiones, moralizantes, de la comunidad humana (como fuera la serie Family of Man comisariada por Edward Steichen).
Es por ello que trabajos como los citados dan cuenta de una visibilidad construida, gran parte de la cual permanece ajena a la visión humana consciente, pero que no obstante posee un margen para redefinir sus términos. Así, no sólo se revela la imposibilidad del ser humano de verlo todo (tal y como aclaman los relatos de omnipresencia y omnisciencia derivadas del desarrollo tecnológico), sino la separación entre el ver y el saber apuntalada por «la cultura algorítmica que organiza nuestras vidas sociales y políticas» (Zylinska 2020: 94). El ser humano funda la máquina en un gesto que se deposita, fija, estereotipa y tiene el poder de «recomenzar» (Simondon 2007: 155); la tecnicidad, sea de los objetos o del pensamiento, mantendrá pues una relación de convergencia con otros modos de ser en el mundo (Simondon 2007: 174). La vieja lid del ser humano contra la máquina se verá problematizada en un escenario algorítmico en el que la humanidad empieza también a entenderse como la ejecución de un programa: una secuencia de posibilidades habilitadas entre las que nos movemos, interactuamos y a partir de las cuales generamos relaciones (Zylinska 2020: 53).
2.2. Criaturas que miran
Pero no sólo los ojos de las máquinas han conseguido adentrarse en los nuevos escenarios de la visión. Nuestra vivencia cotidiana junto a animales no humanos sugiere la posibilidad de un mundo mirado desde sus ojos; un desplazamiento originado en la capacidad de estos seres para devolvernos la mirada. En palabras de Kohn (2021: 2):
La manera como nos ven otros tipos de seres importa. El hecho de que nos vean cambia las cosas (...). Esta clase de encuentros con otros tipos de seres nos fuerza a reconocer el hecho de que ver, representar y, tal vez, saber, y aun pensar, no son asuntos exclusivamente humanos.
Aceptar la mirada de seres no humanos, como sucediera con la mirada de las máquinas, es «redimir a lo humano de sus atavismos y sus rutinas» (Fontcuberta 2016: 66). Comprometer radicalmente nuestro punto de vista humanista pasa por invitar la mirada del Otro a nuestro imperio de visualidad; un Otro cuyo rostro me interpela y demanda una responsabilidad ética (Lévinas 2002: 98); un Otro que puede exceder lo humano precisamente por su facultad de mirarme (Derrida 2008: 26). Si la base constitutiva y común de lo humano es la vulnerabilidad, tal como sugiere Butler (2010), cabría preguntarse si la frontera humanidad/animalidad es realmente sólida, teniendo en cuenta su común fragilidad. No en vano es la sintiencia (la capacidad de sufrir), más que el razonamiento, un parámetro recurrente en la ética animal y el pensamiento antiespecista (Singer 1999: 43).
Numerosos proyectos han dialogado precisamente con la potencia de lo animal para constituir miradas más allá de lo humano que interroguen, cuestionen y descentren su predominancia. Uno de ellos es Waiting for High Water de Jana Sterbak, proyectado en 2005 en Venecia como parte de su trabajo Through the Eyes of the Other. En la pieza de Sterbak se nos presenta una vista de Venecia al borde de la inundación (lo que en la ciudad se conoce como "Acqua Alta"), desde la mirada de un perro, cuya altura y cuadrupedia nos ofrecen una perspectiva diferente de la ciudad, evidenciando la importancia de la corporalidad en la experiencia visual y espacial del entorno. Esta pieza recoge el testigo de intentos anteriores por conseguir una visión de los «otros», como el del doctor Julius Neubronner en 1908, al colocar una cámara en miniatura en una paloma. En una línea similar, National Geographic Wild produjo Crittercam, un programa documental en el que un dispositivo de vídeo, adherido al cuerpo de un animal marino, adentraba a los espectadores en el recorrido por sus trayectos, hábitos y experiencias sensoriales, sin tener que irrumpir en su entorno como humanos. En palabras de la propia National Geographic, Crittercam hacía realidad la ciencia ficción al «eliminar la presencia humana y permitirnos entrar en hábitats que de otro modo serían virtualmente inaccesibles» (Haraway 2008: 252). No obstante, el espectador que contemple las imágenes obtenidas mediante estas cámaras intrusas podría sentirse decepcionado ante la cierta opacidad con la que topan estos ojos tecnológicos. Las cámaras anexionadas a los cuerpos animales topan con la borrosa consistencia del agua, deviniendo el metraje en un trayecto obscuro, que constata la imposibilidad del ver absoluto. De esta manera, Crittercam nos distancia tanto como nos acerca a un medio que, aunque traspasado, permanece ajeno a nuestro entero dominio. Pero quizá sea esa brecha, esa diferencia imposible de transitar (pese a las argucias técnicas), la que permita vislumbrar un horizonte más allá del Antropos que articula nuestra mirada.
Obras como Encounters (Verónique Ducharme, 2012-13)7, además, nos plantearán la cuestión de la agencia de los animales en la producción de imágenes. En este proyecto, Ducharme programa una cámara de caza que activa la exposición mediante la detección del movimiento y el calor de los animales silvestres; es la acción de estos animales la que activa el proceso y no una persecución activa por parte de un observador/depredador humano. Las fotografías resultantes muestran, además, un mundo sin rastro de presencia humana. Mirar al animal consiste en mirar uno de los posibles futuros augurados por el Antropoceno; contemplar «cómo aquello que se extiende más allá de lo humano también nos sostiene» (Kohn 2021: 307), alertándonos sobre un devenir que podría suponer, en efecto, no devenir en absoluto.
Aunque estos proyectos sientan una base sólida para abordar las experiencias otras, al emular otros puntos de vista o eliminarnos de su trayectoria, sigue existiendo la necesidad de descolonizar estos enfoques posthumanos, a menudo enraizados en la todavía vigente oposición entre lo humano/cultural/mental/representativo y lo no humano/natural/corporal/matérico (Morton 2010: 56). Esta oposición, que impregnaba (como mencionamos anteriormente) las Grandes Divisiones de Latour, parece sugerir a los diferentes otros del Hombre como una única y metamórfica alteridad. Lo Otro adopta múltiples disfraces (lo racial, lo femenino, lo indígena...), todos con un común denominador: la consideración de menos humanos, no tan humanos, inhumanamente humanos. Así, ampliar la dimensión ética del mirar hacia los animales implicaría, por extensión, ampliarla hacia otros seres humanos históricamente deformados y desplazados en nuestra visión.
2.3. Cuerpos que miran
Un eje parece atravesar gran parte de los proyectos que abordan la alteridad, sea animal o tecnológica, y es la incorporación del cuerpo. El vínculo de la mirada con el cuerpo tiene ya un recorrido en el pensamiento científico y filosófico; investigaciones recientes han llegado a mencionar lo «visual háptico» para definir la posibilidad de existencia de una visión táctil, «entrelazada» en lugar de «vigilante desde arriba» (Hayward 2010: 577–599). Esta posibilidad podría facilitar la puesta en jaque de la construcción antropocéntrica de la visualidad, y su reconfiguración material-conceptual en miradas que sorteen la vigilancia y el dominio, en favor de un devenir-con otros. Las aproximaciones fenomenológicas que inciden en la experiencia corporal (común a humanos y no humanos) podrían suponer una alternativa a la visión como instrumento de conocimiento puramente mental, recuperando el cuerpo como localización del mero punto de vista frente a la idea de representación (Kohn 2021: 56). Por su parte, Haraway reclama el sentido de la vista para evitar "oposiciones binarias", y señalar cómo "el sistema sensorial ha sido utilizado para significar un salto fuera del cuerpo marcado hacia una mirada conquistadora desde ninguna parte" (Haraway 1995: 323-324). La existencia del cuerpo, vinculada al mismo antropocentrismo que ayuda a desestabilizar, funcionaría como frontera de un ser humano que se ha erigido como medida del mundo (Belting 2007: 126).
Múltiples artistas han trabajado la relación entre la organicidad del cuerpo y la técnica, desde lo cíborg como ruptura de los dualismos históricos, como desde posturas que indagan sobre la relación entre percepción y representación, inmersión y observación. El advenimiento de los medios digitales, pese a su frecuente teorización como «descorporeización», no ha empañado tanto como redefinido la importancia del cuerpo, al que la percepción permanece inextricablemente ligada, y cuyos cambios expresan paralelismos con los cambios en la propia experiencia de la imagen (Belting 2007: 31). Encontraremos el papel del cuerpo como «eslabón en la historia medial de las imágenes» (Belting 2007: 37-38) en trabajos como Active Perceptual Systems (2014–2016), de Joanna Zylinska. En un gesto similar al descrito en Crittercam, Zylinska anexiona a su cuerpo una cámara capaz de tomar imágenes automáticamente. El movimiento de su cuerpo influencia directamente el proceso, haciéndose copartícipe, junto a la propia cámara, de la imagen final. Este tipo de proyectos remiten al funcionamiento de dispositivos como las cámaras GoPro o los smartwatches: coordinados e incorporados a nuestros movimientos, actividades y funciones, estos parecen ampliar o extender su carácter vital hacia nuevos confines, originando una intimidad con los objetos y sus experiencias (Burton 2017). Así, la inscripción corporal de la mirada no sólo nos pone en diálogo con otros seres, sino que puede ser igualmente útil para cuestionar el binarismo sujeto/objeto, y problematizar cada vez más la distinción entre ambos agentes.
Esta inscripción corporal no sólo mira hacia afuera, sino que puede volverse hacia adentro, profundizando en la misma sustancia de la carne. Así lo atestiguan obras recientes como De Humani Corporis Fabrica (2022), de Lucien Castaing-Taylor y Véréna Paravel. Este filme alude a los estudios anatómicos de Andrea Vesalio en 1543, y se sirve de cámaras que adoptan el punto de vista de los propios cuerpos, tanto externa como internamente, para atravesar la materia misma que los compone. En un principio, la tecnología parece cumplir aquí su propósito mítico de expandir las capacidades humanas (más concretamente la visión), deviniendo el hospital una mezcla de taller, laboratorio y fábrica donde las conversaciones de sus habitantes se entrelazan con los procesos fisiológicos y los accidentes anatómicos. «Mi pasión es la mecánica», confiesa uno de los doctores protagonistas mientras realiza una intervención quirúrgica (Castaing-Taylor y Paravel, minuto 12:49). El cuerpo humano queda sugerido como cuerpo técnico, engranaje vulnerable de funciones y mecanismos, susceptible de averiarse y ser intervenido, restaurado, reemplazado.
No obstante, esta concepción mecanicista del cuerpo que podría servir a propósitos de opresión o dominación (si entendemos, como Foucault, que las relaciones de poder inciden directamente sobre el cuerpo [Foucault 2002: 32]), en la película queda opacada bajo el despliegue de vulnerabilidad matérica que nos hace cuestionar nuestro propio límite como sujetos. El cuerpo, mutable y falible, se abre con cruda organicidad a una mirada que la hermana a otros cuerpos y entidades, humanas y no humanas. El metraje se reviste de vísceras que palpitan, fluidos que se derraman, tejidos y membranas; densos monstruos que nos penetran e impregnan de realidad: carne expuesta a una disposición de «vitalidad material» (Bennett 2010), capaz de afectarnos y confrontar nuestras fantasías de poder.
El cuerpo propio se hace extraño y, en su extrañeza, desestabiliza nuestros límites. Estos acercamientos al sujeto nos permitirán cuestionarnos los presuntos límites naturales y funcionales del cuerpo, aproximándonos al papel que la performatividad corporal ha tenido histórica y culturalmente en su acotación (Barad 2007: 155). Será en su potencia de reacción, respuesta y cambio ante las fuerzas ejercidas sobre él, en la que el cuerpo se convierta en «transmisor» más que mero receptor de signos y señales (Barad 2007: 189). Se inaugura así la posibilidad de abrazar una dimensión corporal de la responsabilidad (en su definición más literal de entendida como la habilidad de responder ante el otro [Barad 2007: 392]), y entablar una relación.
2.4. Propuesta final: paisajes que devuelven la mirada: ¿paisajes que miran?
La última de nuestras propuestas implicaría ir más allá del Otro animal y tecnológico, para abordar la alteridad espacial y sistémica que habitamos y nos habita. A lo largo de la Historia, el ser humano ha posado su vista sobre el territorio; una mirada que ha dejado su impronta, como decíamos, en la idea de Antropoceno, y cuya conciencia ha generado toda una serie de escenarios que anuncian el fin de lo humano tal y como lo conocemos. Extinción de especies, migraciones, pandemias, crisis meteorológicas... se repiten como motivo constante en películas, series de televisión o videojuegos, así como en los trabajos de múltiples artistas contemporáneos. Incluso la emergencia de la IA, que podría alumbrar el surgimiento de nuevas escenografías para el mundo venidero, reproduce un futuro en imágenes de sublimes industriales o ciudades desertizadas. La prevalencia de este imaginario distópico en la cultura popular deja entrever el miedo existente ante un augurado fin del mundo. Pero ¿y si los paisajes pudieran devolvernos la mirada? ¿Qué imágenes, sonidos, relatos, nos devolverían de sí mismos?
La pregunta por el Antropoceno ha acompañado obras como el laureado documental Chasing Ice (2012) de James Balog, que dan voz a uno de los relatos visuales más característicos del Antropoceno: el deshielo de los casquetes polares. Para este documental, numerosas cámaras DSLR fueron emplazadas por el autor en diferentes puntos e intervenidas para tomar imágenes del suceso a lo largo de varios años. Estas obras intentan dar testimonio visual de las consecuencias del registro humano sobre la Tierra, así como nos interrogan sobre la propia temporalidad humana. Al recurrir a funciones como el timelapse, el tiempo se comprime hasta hacerse abarcable, capaz de contener en un visionado la magnitud y progresión de los cambios de una alteridad cuyos ritmos pueden exceder (y exceden) la duración de nuestra vida.
Otro intento por establecer un diálogo con el Antropoceno lo han realizado los artistas Eduardo Balanza y Pedro Guirao para el proyecto Monoton (Murcia, España). Uno de los trabajos de este proyecto es Suite 01, una obra sonora en formato concierto realizada con el instrumento B71 (un órgano intervenido que es capaz de obtener música y sonidos de forma interactiva mediante datos procedentes de webs conectadas a satélites). Durante la pieza, se proyecta una partitura generada en tiempo real a través de la transcripción a valores MIDI de la información meteorológica de varios puntos del planeta, obtenida mediante sistemas de geolocalización. De este modo, el clima supone un agente y co-creador impredecible de la obra. Un desarrollo similar sigue la instalación Resonancias 4 (Mar Menor Sad Symphony), realizada en colaboración con el músico y biólogo Emilio Cortés. Resonancias 4 que aborda la crisis ecológica del Mar Menor, la laguna salada más grande de Europa y el primer ecosistema del continente en haber obtenido la personalidad jurídica para su protección, gracias a una Iniciativa de Legislación Popular. El B71 compone una pieza a partir de los datos obtenidos sobre diferentes parámetros de la laguna, como temperatura o humedad, «traduciendo» la evolución del ecosistema natural a un ecosistema multisensorial que sí es perceptible y experimentable por nuestros sentidos. La instalación se acompaña de un espacio de proyección que se sirve de plásticos procedentes de la industria agropecuaria, estrechamente vinculada a la catástrofe medioambiental a la que alude8.
Parte del interés de estas obras radica en un desborde de la autoría humana, siendo determinantes los datos recogidos y tratados por los dispositivos para el resultado al que asistirá el espectador. Desposeído de las proyecciones humanas y los paraísos perdidos que, en ocasiones, ornan los reclamos ecologistas, el ecosistema aquí ostenta su agencia para ser y transmitirse en sus términos, rompiendo el marco de una mirada que a menudo lo reduce a simple paisaje visual. Tal y como nos insiste Begoña Méndez en Lodo (2023), ensayo que aborda el denominado «ecocidio» del Mar Menor:
Amar el Mar Menor implica aprender a ver con los ojos de las cinco toneladas de peces asfixiados que atestaron las playas en agosto de 2021, respirar por sus agallas y por sus bocas abiertas, tocar la textura de la arena enferma, nadar con las algas que proliferan, adentrarse en los lodos y en los venenos que matan. Para amar los territorios, para cuidarlos, hay que pensar los ambientes como órganos de un cuerpo en constante relación, nuestra carne en contacto con la carne del mundo, un solo organismo confuso, sin rostro y sin apellidos, que afecta y es afectado (Méndez, 2023: 26).
Nuevamente, el cuerpo se conforma como puerta de entrada a aquello que hemos constituido como alteridad y que, no obstante, existe con nosotros en plena imbricación. Aunque algunas de estas obras pueden seguir tendiendo a evidenciar un cierto antropocentrismo al reafirmar el aparato cognitivo-sensorial del autor o espectador humano, no hay que desdeñar su propuesta de invitar a una mirada ecológica, enraizada en una percepción más allá de lo visual, encarnada, inmersiva, que nos alienta a «hacer compost», a «llegar a ser con muchos» (Haraway 2008: 4). Si lo humano se revela como realmente difícil de erradicar o reconfigurar, quizá una posibilidad sea abrirlo (Kohn 2021: 9); abrirlo a la interconexión de una «malla» en la que nada existe por sí mismo, y nada es enteramente sí mismo (Morton 2010: 15).
Conclusiones
En conclusión, podríamos interpretar estos proyectos artísticos y tecnológicos como un terreno fértil para el repensamiento de la mirada; un repensamiento de la mirada que la desplace del antropocentrismo para enfrentar la cuestión de la alteridad desde una perspectiva no jerárquica. Los medios técnicos podrían permitirnos vislumbrar posibilidades que abran la visión antropocéntrica hacia una alteridad metamórfica (animalidad, máquina, naturaleza) con la que ser de forma entrelazada. Surgen así obras que nos interrogan sobre el ser más allá de la visión, la espacialidad o la tecnología humanas, instándonos a cuestionar relatos biologicistas, mecanicistas o humanistas en las que «Antropos se erige como actor real, creador-de mundos, héroe, a través de las herramientas, las armas y las palabras» (Haraway 2019: 72),
Por su ambigüedad, la práctica artística supone un lugar desde el que enunciar los modos de ser y estar en el mundo que trascienden las categorías y dicotomías que han dado forma al Antropoceno (Morton 2010: 60). Los proyectos y obras propuestas escudriñan reconfiguraciones posibles de las relaciones entre artefacto, sujeto, entorno y punto de vista, que inciden en lo experiencial y lo corporal de la imagen, y nos ofrecen imágenes como pantallas que ejercen de affordances (Hopkins 2016). para «la práctica, el pensamiento y el ejercicio de la imaginación» (Martínez Luna 2016: 21). Una imaginación que es, en sí misma, cuerpo hecho de imágenes, mirada incorporada que nos pone en relación e interconecta con la agencia de seres y entidades no humanas, generando una «intimidad ecológica» (Burton 2017) capaz de fundar márgenes de resistencia.